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“Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste; cada día he sido escarnecido, cada cual se burla de mí. Porque cuantas veces hablo, doy voces, grito: Violencia y destrucción; porque la palabra de Jehová me ha sido para afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude” (Jeremías 20:7-9).

“Eres grande, Señor, y muy digno de alabanza. Grande eres, tú, Señor, y de gran fuerza. No tiene medida tu saber. Y el hombre se atreve a alabarte, precisamente él, que es una pequeña parte de tu creación. El, que va revestido de su mortalidad, que tiene conciencia de su pecado y sabe que resistes a los soberbios. Y, sin embargo, quiere alabarte el hombre, esa partecilla de tu creación. Pues eres tú el que le despierta y le mueve para que se deleite en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que se aquieta y descansa en ti[1]”.

[1] San Agustín, Confesiones, (Barcelona, Altaya, 1993), 27.

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¡Gracia y Paz del Señor!
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