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Habiendo considerado los atributos de Dios tal como se establecen en la Escritura, y despejado hasta aquí nuestro camino hacia la doctrina de la predestinación, explicaré, antes de entrar más en materia, los principales términos que se usan generalmente al tratar de ella, y estableceré su verdadero significado. Al hablar de los decretos divinos, se menciona con frecuencia el amor y el odio de Dios, de la elección y la reprobación, y del propósito divino, la presciencia y la predestinación, cada uno de los cuales consideraremos distinta y brevemente.


A. Cuando el amor se predica de Dios, no queremos decir que Él lo posea como una pasión o afecto. En nosotros es tal, pero si, considerado en ese sentido, se atribuyera a la Deidad, sería totalmente subversivo de la simplicidad, perfección e independencia de su ser. El amor, por tanto, cuando se le atribuye, significa su eterna benevolencia, es decir, su eterna voluntad, propósito y determinación de liberar, bendecir y salvar a su pueblo. De esto, ninguna buena obra realizada por ellos es en ningún sentido la causa.

Ni siquiera los méritos de Cristo mismo deben considerarse como algo que mueva o excite de algún modo esta buena voluntad de Dios hacia sus elegidos, puesto que el don de Cristo, para ser su Mediador y Redentor, es en sí mismo un efecto de este favor gratuito y eterno que Dios Padre les concede (Jn 3:16). Su amor hacia ellos surge meramente del «beneplácito de su propia voluntad», sin la menor consideración a algo ad extra o fuera de Él mismo.


El término implica complacencia, deleite y aprobación. Con este amor Dios no puede amar ni siquiera a sus elegidos considerados en sí mismos, porque desde ese punto de vista son pecadores culpables y contaminados, sino que fueron, desde toda la eternidad, objetos del mismo, ya que estaban unidos a Cristo y eran partícipes de Su justicia.

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¡Gracia y Paz del Señor!
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