Entre todas las criaturas que Dios hizo en el principio del mundo, aún entre las más excelentes y maravillosas en su género, no hubo ninguna, como atestigua la Escritura, que pudiera compararse en casi nada con el hombre, quien, tanto en cuerpo como en alma, superó a todas las demás, como el sol supera en brillo y luz a todas las estrellas diminutas y pequeñas del firmamento. Fue hecho conforme a la imagen y semejanza de Dios; fue dotado de toda clase de dones celestiales, no había en él mancha de inmundicia, era sano y perfecto en todas sus partes, tanto exterior como interiormente; su razón no estaba corrompida; su entendimiento era puro y bueno; su voluntad era obediente y piadosa, fue hecho todo semejante a Dios en justicia, en santidad, en sabiduría, en verdad, para abreviar, fue creado así en toda clase de perfección. Siendo creado y hecho de esta manera, Dios Todopoderoso, en señal de su gran amor hacia él, eligió un lugar especial de la tierra para entregárselo, es decir, el paraíso, donde vivió en toda tranquilidad y goce, teniendo gran abundancia de bienes mundanos y sin carecer de nada que pudiera necesitar o desear tener con justicia. Porque está dicho: » Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar», para que usara siempre de ellos a su propio gusto, según tuviera necesidad. ¿No era esto un espejo de perfección? ¿No era esto un estado completo, perfecto y bienaventurado? ¿Podría agregarse algo más a esto? ¿O podría desearse una felicidad mayor en este mundo?